Precios de Garantía, Viejo Instrumento para una Nueva Política

Los precios de garantía descansaban en paz en el museo de nuestra historia económica, hasta que el próximo Presidente de la República decidió desempolvarlos y hacerlos relucir como estrella del firmamento de sus nuevas medidas económicas.

[toggle type=»min» style=»closed» title=»Conceptos constitucionales vinculados»]

Derecho a la alimentación.
Desarrollo rural integral.
Libre concurrencia.
Seguridad de la nación. [/toggle]

 Hay que advertir la importancia de este nuevo planteamiento.  La tiene en el sentido social, porque debe incidir en el bienestar de millones de mexicanos que viven de la agricultura de subsistencia.  La tiene también en el sentido económico, porque se trata de un fuerte subsidio a la producción agrícola que ayudaría al campo a retener su excedente económico que pierde por la excesiva y abusiva intermediación comercial; asimismo ensancharía el mercado interno, limitado por el ingreso precario del jornalero agrícola.  Y la tiene en el sentido político, porque de la suficiencia alimentaria en cultivos básicos depende en mucho nuestra seguridad nacional.

En fin, de funcionar esta política, ayudaría en muy buena medida a reducir la polarización de regiones y grupos sociales. Por ello, es un tema que nos atañe a todos, independientemente del sector en que nos desenvolvamos.

Para apreciar con realismo el papel de los precios de garantía hay que verlos en el contexto en el que se han dado.  Por su importancia como instrumento de la rectoría económica del Estado, fueron desde su primera utilización en 1953 una de las medidas más importantes para promover el desarrollo rural, al ser aplicarlos a los cultivos más emblemáticos de la producción de granos: el maíz, el frijol y el trigo.

Dada la función de CONASUPO, encargada de operar este mecanismo, se le fueron agregando otros de orden complementario para convertirla en un sistema de compra, distribución, industrialización, proveeduría a la industria de alimentos y venta al menudeo a través de una red de tiendas rurales y en las zonas populares de las ciudades, donde los grandes centros de venta privados no tenían interés de colocar sus productos.

Hay que recordar que el entorno era de una economía cuyas importaciones obedecían a un marcado proteccionismo, de fuerte presencia de empresas trasnacionales en el circuito económico de los alimentos, de un régimen tutelar de la propiedad social (ejidos y propiedad comunal), y de gran participación estatal frente a un raquítico desarrollo empresarial.

La intervención estatal operaba mediante un modelo mixto.  De una parte, subsidios a la producción de productos básicos, que alcanzaron a aplicarse en 12 cultivos básicos y al abasto de la industria alimentaria como es el caso de la tortilla.  De otra parte, subsidios al consumo mediante la provisión y distribución al menudeo de una canasta básica de alimentos de bajos precios.  Prevalecía el principio de atender una porción marginal del mercado pese a las constantes quejas empresariales y la idea de excesivos recursos presupuestales que ello implicó.

Este modelo comenzó a redireccionarse cuando se abrieron nuevos programas como PROCAMPO, se concluye entonces paulatinamente con el control de precios de productos de consumo básico, se lleva a cabo la reforma constitucional de 1992 respecto de la propiedad ejidal, de la pequeña propiedad rural y la libre participación de sociedades mercantiles en el agro, y se abre la economía al mercado internacional con el primer tratado comercial de alto impacto en nuestra estructura productiva, el TLCAN, si bien ya desde mediados de los ochenta desaparece prácticamente de la noche a la mañana el mecanismo del permiso previo de importación, al tiempo que se reducen unilateralmente los aranceles.

El mercado abierto de los productos básicos

Con un mercado abierto el principio constitucional de intervención del Estado en la economía, se matizó cambiando de nombre al de rectoría económica y consecuentemente se transformaron paulatinamente los contenidos de muchas políticas de gobierno.  Curiosamente la de regulación del mercado siguió conservando instrumentos heredados del anterior régimen como son la fijación de precios máximos de venta al público y las empresas paraestatales DICONSA (distribuidora al menudeo de alimentos) y LICONSA (venta de leche en zonas marginadas), filiales de la hoy extinta CONASUPO.

Ahora la regulación del mercado se centra en la libre concurrencia, la lucha contra los monopolios y sus prácticas anticompetitivas.  El principio constitucional de la libertad de comercio ha permeado en casi todas las políticas de gobierno y su aplicación en una economía de mercado parece ser que ha olvidado que hasta esta libertad tiene sus límites: la no afectación de los derechos de los demás, en este caso los de la sociedad en su conjunto.

Dicho con más claridad, para el caso concreto del comercio de alimentos los precios de garantía regresan porque enfrentaron, pese a todos sus defectos y fallas de aplicación, un problema no resuelto en nuestro país, el de la pobreza en el campo y las zonas populares de las ciudades, que empieza por solventarse poniendo al alcance de las mayorías la canasta básica de alimentos.

 Pero nuestro sistema de gobierno ha magnificado las virtudes de la economía de mercado.  Las políticas de gobierno ahora son de apertura económica y de hecho no existen instituciones para enfrentar tan extraordinario reto.  Si seguimos sin más la “lógica” del capital, de las fuerzas del mercado, sólo encontraremos el camino de enfrentar el bajo poder de compra imperante, a través de la competencia y de la libre concurrencia.

Viejas ideas, nuevos instrumentos

Es contradictorio que entre los derechos más recientemente incorporados al cuerpo constitucional estén el de la alimentación, el del desarrollo rural y el de la seguridad nacional.  En todos ellos se encuentra inmerso el propósito de mejores niveles de vida para todos y la salvaguardia de nuestros recursos naturales alimentarios, pero no ha existido el interés ni la capacidad de la clase dirigente para encontrar los mecanismos eficaces que permitan alcanzar y garantizar tales objetivos.

De lo primero que habría que hacer, sin salirse del contexto de mercado que impida el rechazo del sistema económico, es la aplicación de instrumentos que posibiliten reducir con eficiencia y eficacia el costoso y muchas veces innecesariamente largo tramo de la intermediación entre el productor y el consumidor, lo cual ha encarecido tradicionalmente los productos básicos dada la presencia de múltiples etapas comerciales y aún prácticas monopólicas.  Al productor le mejoraría así su ingreso, se volvería sujeto de crédito y se expandiría por esa vía el mercado interno.  Al consumidor, le daría acceso a productos básicos a menores precios, con lo que mejoraría su alimentación y capacidad cognoscitiva sobre nutrientes no calóricos, fortaleciendo consecuentemente su salud, así como su aptitud para el trabajo productivo.  Recordemos al respecto que la obesidad representa ya un serio problema de salud pública en el país, el que seguramente va acompañado de preocupantes niveles de desnutrición.

Se trata, entonces, de una cuestión de eficiencia económica y social.

El comercio de granos básicos y de alimentos está bastante bien documentado pero no ha sido preocupación de la Comisión Federal de Competencia Económica, desde que se constituyó en 1992, pese a que la constante en este ámbito son las flagrantes prácticas monopólicas de muchos de sus participantes: acaparadores locales y regionales, empresas multinacionales y cadenas de autoservicio.  Tampoco la solución ha estado en los programas de incentivos a la comercialización de ASERCA, órgano desconcentrado de la Secretaría de Agricultura (SAGARPA), dada su reducida cobertura y poca incidencia en los procesos del comercio agropecuario que, además, no llevan sus beneficios al consumidor final.

Ello es así porque no ha sido prioridad de los gobiernos más recientes atender este punto neurálgico de las políticas públicas, como lo muestran los super mercados del ISSSTE a punto de cerrar o las tiendas de DICONSA, degradadas de centros comerciales competitivos a misceláneas de pueblo.

Ante todo este panorama, resulta de primerísima importancia convertir en prioritaria la función pública de abasto de los productos básicos.  Este anuncio del próximo gobierno parece ser un hecho que merece celebrarse, si bien habrá de enfrentar múltiples retos de abasto, organización, logística y operación de las instituciones responsables de la operación mercantil, para no hablar de las resistencias económicas y políticas que lógicamente deberá tener.

Cabe recordar que en la DICONSA de los años setenta del siglo anterior se derrumbaron los mitos de la competencia desleal que aducían los intereses empresariales, al igual que el subsidio desproporcionado de su red de tiendas.  Se corroboró que con el 10% de reducción de precios respecto de la media del mercado regional, con áreas comerciales suficientes para una amplia diversidad de alimentos nutritivos y productos del hogar, y una ubicación conveniente en las regiones rurales y las zonas pobres de las ciudades, las tiendas se constituyeron en acceso real y masivo a la canasta básica.

Habría pues que transformar DICONSA y también crear la infraestructura comercial para la compra, almacenamiento y transporte de los granos básicos al sistema comercial que asegure la puesta en el punto de compra de la población necesitada y en las empresas socialmente responsables capaces de convertirlos en productos nutritivos al alcance de la población objetivo, a precios reducidos.

Todo este esquema forma parte de la instrumentación de la política de regulación del mercado.  Como se advirtió al principio no puede ser discordante con la política económica general.  Al esfuerzo presupuestario habrá que agregar nuevas medidas productivas en el campo, la mayor concurrencia en la industrialización de alimentos, el cuidado con los contenidos nutricionales de la canasta básica, la protección ambiental en los cultivos, la mayor fortaleza del consumidor como agente económico y todo un conjunto de medidas que aseguren que la población objetivo sea realmente la principal beneficiaria.

Alejandro Spíndola Yáñez

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